Paseo a Pichilemu


 

 

 Mi padre llegó  a casa esa tarde de 1975 anunciando que el jueves 15 de enero  se haría  el  esperado paseo a Pichilemu;  paseo que  una vez al año hacían  los  trabajadores del fundo La Platina de Chimbarongo,  donde él trabajaba. Era todo un acontecimiento para los  campesinos y sus familias, y para mí, una gran alegría. Me saltaba el corazón al pensar en el mar.

En el fundo donde mi padre era obrero preparaban un tractor que tiraba un coloso equipado con sillas, pisos y que estaba tapado con carpas. Partía de madrugada con destino a la costa de nuestro país. Empezábamos los preparativos varios días antes. Me compraban sandalias plásticas para la ocasión. El terno que mi padre tenía reservado para el paseo, se planchaba con paños, pero aún así seguía tan gastado que los pantalones brillaban como verdaderos espejos en los que yo podía hacer morisquetas mientras caminaba detrás de él.

Después de preparar  la ropa, venia lo más importante: la comida para el viaje. La preparación  duraba varias horas. Mi madre hacia pan amasado, tortillas de rescoldo. Ese día se esperaba, con canastos  de mimbre y bolsas en mano.  Pero un día ante mi madre elegía la gallina más grande  y gorda y la mataba apretándole el cogote. Enseguida,  rápidamente, le amarraba las patas con un cordel, la colgaba en un gancho, con la cabeza hacia abajo, hasta que la pobre castellana dejaba de aletear. A mí,  siendo tan chico, me daba mucha pena  la muerte  de la gallina. Enojadísima  mi mamá me zamarreó  y alzó aun más  la voz.  __ ¡no llores más o no vas a Pichilemu!  __ me dijo: Las ganas de ir de paseo superaron de inmediato la pena del asesinato de la hermosa gallina  castellana.

Todavía faltaba juntar los huevos, así que con mis hermanos recorrimos todos los nidales de las gallinas y  nos subimos arriba de   la  paja que papá tenía para las vacas que daban la  leche. Nos fue   bien: encontramos  más de una docena y media de huevos, que mama los  coció  para el viaje.

Ya teníamos todos los ingredientes para sazonar el gran acontecimiento que nos esperaba. Pero mi madre, entre tantos ajetreos y cosas por preparar,  no había hervido agua para desplumar la gallina.  Se sentó en un piso y  mojó la castellana con agua  caliente.  Entre todos  comenzamos a  sacarle  las plumas a la gallina. Enseguida, prendió un hoja de diario en las brasas de la cocina a leña, que siempre estaba encendida, y pasó la gallina por la llama para quemar las pelusitas que no habían querido soltarse. Posteriormente, con un cuchillo bien afilado, mi madre la abrió para sacarle todas las tripas. Yo estaba horrorizado, pensando que nunca  en toda mi vida comería carne de gallina. De repente mi madre dijo:

__Qué pena que la matara. Estaba poniendo huevos.

Superado mi asco y tristeza, miré y, efectivamente, tenía montones de huevitos chicos en su interior. Finalmente la puso a cocer entera en la olla para llevarla al paseo.

__Hoy comeremos pantrucas. Las prepararé con el caldo de la gallina __dijo mi madre.

Metimos la olla con la gallina cocida en un canasto de mimbre; en otro, los huevos duros, tomates, duraznos y el pan amasado, todo tapado con un paño blanco.

__ Y tu padre se va a encargar del vino  - dijo mi madre, mientras lavaba en la artesa dos  chuicos con canastillo de mimbre para llevar el vino tinto. Dejamos todo listo esa noche; también unas frazadas y algunos palos para  desvestirnos dentro de una carpa, cuando estuviéramos en la playa.

__Hoy, todos nos acostamos temprano. Mañana debemos levantarnos a las cinco para esperar el tractor con todo listo. Además tenemos que  ver las sillas y pisos que vamos a poner para sentarnos… ---dijo y de paso le dio el recado a mi padre ---Cuidadito, viejo, que con tus amigos se pongan a tomar en el viaje, quiero que llegues bien a Pichilemu. El año pasado te curaste y no podía  bajar sola los canastos, tuvieron que ayudarme… Acuérdate de que los chiquillos todavía  son chicos y tengo que llevar en brazos a  Pedrito  y de la mano a  Juan para que no se vayan a perder entre tanta gente.

Mientras ellos hablaban, a mí me entró un susto tremendo. Pensé que iban a pelear y… adiós paseo. Afortunadamente  mi padre siguió haciendo el desgranado de maíz a mano para dejar comidas a las gallinas, como si mi madre no existiera. Con ello, la discusión terminó.

Durante toda la noche, nerviosismo, me mantuvo despierto,  pues creí que si cerraba tan sólo un ojo, pasaría de largo… A las cuatro de la mañana ya estaba lavado y listo. Desperté a mi mamá y espere desesperadamente, que no se nos pasara el tractor que nos llevaría.

El viaje duraba muchas horas. Mi madre abrió uno de los canastos que traíamos y nos repartió a todos huevos duros y sal. Otra señora sacó de su bolsa un rosado pernil  y empezó a hacer sándwiches, para darles a sus chiquillos. Los hombres se convidaban vasos con vino y ya a la altura de Santa Cruz mi padre había  vaciado dos de sus garrafas. Los  niños  viajamos sentados en el piso, arriba de unos sacos y mantas que nos tapaban. Cantábamos felices mientras devorábamos trutros de pollo, galletas y golosinas.

 

De repente  sentí que algo sonaba. Al lograr mirar, me di cuenta que eran las olas del mar. Estábamos llegando  y nuestro destino era la playa de infiernillo, por su tranquilidad. Empezamos a descargar los canastos y las bolsas al fin. Ya se sentían los primeros vendedores ambulantes, “cuchuflis, cuchuflis”, decía uno.  “Malta, bilz  y pilsener”, decía otro.

Mi madre empezó a ordenar todos los  enseres, y a repartirnos a todos sombreros de paja; mi padre venía demasiado ebrio para ayudarnos. Lo tomé de la mano  y como pude lo ayude a bajar del carro. Lo dejé afirmado abajo y subí de nuevo para trasladar los canastos y bolsos que mi madre, con lágrimas en los ojos, trataba de sujetar. Todo el carro coloso era un desastre. Las mujeres llamaban a sus niños que se perdían. Otras colgaban  con las guaguas colgando que sus hijos habían dejado tiradas en los pisos.

Aprisioné muy fuerte la mano de mi papá,  diciéndole al mismo tiempo:

__Papito, trata de no caerte. Mira que falta poco pa’  llegar a la playa.

Mi madre, muy digna, iba delante de nosotros con mi hermana chica a su lado. Llevaba las frazadas en la espalda  y los palos distribuidos en los grandes canastos. Su rostro pálido y sus ojos brillantes habían enmudecido. Mi  papá, llego a puro dormir…

Después de ese año, mi madre jamás volvería a Pichilemu.

 

 

 

 

 Paseo a Pichilemu


 

 

 Mi padre llegó  a casa esa tarde de 1975 anunciando que el jueves 15 de enero  se haría  el  esperado paseo a Pichilemu;  paseo que  una vez al año hacían  los  trabajadores del fundo La Platina de Chimbarongo,  donde él trabajaba. Era todo un acontecimiento para los  campesinos y sus familias, y para mí, una gran alegría. Me saltaba el corazón al pensar en el mar.

En el fundo donde mi padre era obrero preparaban un tractor que tiraba un coloso equipado con sillas, pisos y que estaba tapado con carpas. Partía de madrugada con destino a la costa de nuestro país. Empezábamos los preparativos varios días antes. Me compraban sandalias plásticas para la ocasión. El terno que mi padre tenía reservado para el paseo, se planchaba con paños, pero aún así seguía tan gastado que los pantalones brillaban como verdaderos espejos en los que yo podía hacer morisquetas mientras caminaba detrás de él.

Después de preparar  la ropa, venia lo más importante: la comida para el viaje. La preparación  duraba varias horas. Mi madre hacia pan amasado, tortillas de rescoldo. Ese día se esperaba, con canastos  de mimbre y bolsas en mano.  Pero un día ante mi madre elegía la gallina más grande  y gorda y la mataba apretándole el cogote. Enseguida,  rápidamente, le amarraba las patas con un cordel, la colgaba en un gancho, con la cabeza hacia abajo, hasta que la pobre castellana dejaba de aletear. A mí,  siendo tan chico, me daba mucha pena  la muerte  de la gallina. Enojadísima  mi mamá me zamarreó  y alzó aun más  la voz.  __ ¡no llores más o no vas a Pichilemu!  __ me dijo: Las ganas de ir de paseo superaron de inmediato la pena del asesinato de la hermosa gallina  castellana.

Todavía faltaba juntar los huevos, así que con mis hermanos recorrimos todos los nidales de las gallinas y  nos subimos arriba de   la  paja que papá tenía para las vacas que daban la  leche. Nos fue   bien: encontramos  más de una docena y media de huevos, que mama los  coció  para el viaje.

Ya teníamos todos los ingredientes para sazonar el gran acontecimiento que nos esperaba. Pero mi madre, entre tantos ajetreos y cosas por preparar,  no había hervido agua para desplumar la gallina.  Se sentó en un piso y  mojó la castellana con agua  caliente.  Entre todos  comenzamos a  sacarle  las plumas a la gallina. Enseguida, prendió un hoja de diario en las brasas de la cocina a leña, que siempre estaba encendida, y pasó la gallina por la llama para quemar las pelusitas que no habían querido soltarse. Posteriormente, con un cuchillo bien afilado, mi madre la abrió para sacarle todas las tripas. Yo estaba horrorizado, pensando que nunca  en toda mi vida comería carne de gallina. De repente mi madre dijo:

__Qué pena que la matara. Estaba poniendo huevos.

Superado mi asco y tristeza, miré y, efectivamente, tenía montones de huevitos chicos en su interior. Finalmente la puso a cocer entera en la olla para llevarla al paseo.

__Hoy comeremos pantrucas. Las prepararé con el caldo de la gallina __dijo mi madre.

Metimos la olla con la gallina cocida en un canasto de mimbre; en otro, los huevos duros, tomates, duraznos y el pan amasado, todo tapado con un paño blanco.

__ Y tu padre se va a encargar del vino  - dijo mi madre, mientras lavaba en la artesa dos  chuicos con canastillo de mimbre para llevar el vino tinto. Dejamos todo listo esa noche; también unas frazadas y algunos palos para  desvestirnos dentro de una carpa, cuando estuviéramos en la playa.

__Hoy, todos nos acostamos temprano. Mañana debemos levantarnos a las cinco para esperar el tractor con todo listo. Además tenemos que  ver las sillas y pisos que vamos a poner para sentarnos… ---dijo y de paso le dio el recado a mi padre ---Cuidadito, viejo, que con tus amigos se pongan a tomar en el viaje, quiero que llegues bien a Pichilemu. El año pasado te curaste y no podía  bajar sola los canastos, tuvieron que ayudarme… Acuérdate de que los chiquillos todavía  son chicos y tengo que llevar en brazos a  Pedrito  y de la mano a  Juan para que no se vayan a perder entre tanta gente.

Mientras ellos hablaban, a mí me entró un susto tremendo. Pensé que iban a pelear y… adiós paseo. Afortunadamente  mi padre siguió haciendo el desgranado de maíz a mano para dejar comidas a las gallinas, como si mi madre no existiera. Con ello, la discusión terminó.

Durante toda la noche, nerviosismo, me mantuvo despierto,  pues creí que si cerraba tan sólo un ojo, pasaría de largo… A las cuatro de la mañana ya estaba lavado y listo. Desperté a mi mamá y espere desesperadamente, que no se nos pasara el tractor que nos llevaría.

El viaje duraba muchas horas. Mi madre abrió uno de los canastos que traíamos y nos repartió a todos huevos duros y sal. Otra señora sacó de su bolsa un rosado pernil  y empezó a hacer sándwiches, para darles a sus chiquillos. Los hombres se convidaban vasos con vino y ya a la altura de Santa Cruz mi padre había  vaciado dos de sus garrafas. Los  niños  viajamos sentados en el piso, arriba de unos sacos y mantas que nos tapaban. Cantábamos felices mientras devorábamos trutros de pollo, galletas y golosinas.

 

De repente  sentí que algo sonaba. Al lograr mirar, me di cuenta que eran las olas del mar. Estábamos llegando  y nuestro destino era la playa de infiernillo, por su tranquilidad. Empezamos a descargar los canastos y las bolsas al fin. Ya se sentían los primeros vendedores ambulantes, “cuchuflis, cuchuflis”, decía uno.  “Malta, bilz  y pilsener”, decía otro.

Mi madre empezó a ordenar todos los  enseres, y a repartirnos a todos sombreros de paja; mi padre venía demasiado ebrio para ayudarnos. Lo tomé de la mano  y como pude lo ayude a bajar del carro. Lo dejé afirmado abajo y subí de nuevo para trasladar los canastos y bolsos que mi madre, con lágrimas en los ojos, trataba de sujetar. Todo el carro coloso era un desastre. Las mujeres llamaban a sus niños que se perdían. Otras colgaban  con las guaguas colgando que sus hijos habían dejado tiradas en los pisos.

Aprisioné muy fuerte la mano de mi papá,  diciéndole al mismo tiempo:

__Papito, trata de no caerte. Mira que falta poco pa’  llegar a la playa.

Mi madre, muy digna, iba delante de nosotros con mi hermana chica a su lado. Llevaba las frazadas en la espalda  y los palos distribuidos en los grandes canastos. Su rostro pálido y sus ojos brillantes habían enmudecido. Mi  papá, llego a puro dormir…

Después de ese año, mi madre jamás volvería a Pichilemu.

 

 

 

 

 Paseo a Pichilemu

 

 

 

 Mi padre llegó  a casa esa tarde de 1975 anunciando que el jueves 15 de enero  se haría  el  esperado paseo a Pichilemu;  paseo que  una vez al año hacían  los  trabajadores del fundo La Platina de Chimbarongo,  donde él trabajaba. Era todo un acontecimiento para los  campesinos y sus familias, y para mí, una gran alegría. Me saltaba el corazón al pensar en el mar.

En el fundo donde mi padre era obrero preparaban un tractor que tiraba un coloso equipado con sillas, pisos y que estaba tapado con carpas. Partía de madrugada con destino a la costa de nuestro país. Empezábamos los preparativos varios días antes. Me compraban sandalias plásticas para la ocasión. El terno que mi padre tenía reservado para el paseo, se planchaba con paños, pero aún así seguía tan gastado que los pantalones brillaban como verdaderos espejos en los que yo podía hacer morisquetas mientras caminaba detrás de él.

Después de preparar  la ropa, venia lo más importante: la comida para el viaje. La preparación  duraba varias horas. Mi madre hacia pan amasado, tortillas de rescoldo. Ese día se esperaba, con canastos  de mimbre y bolsas en mano.  Pero un día ante mi madre elegía la gallina más grande  y gorda y la mataba apretándole el cogote. Enseguida,  rápidamente, le amarraba las patas con un cordel, la colgaba en un gancho, con la cabeza hacia abajo, hasta que la pobre castellana dejaba de aletear. A mí,  siendo tan chico, me daba mucha pena  la muerte  de la gallina. Enojadísima  mi mamá me zamarreó  y alzó aun más  la voz.  __ ¡no llores más o no vas a Pichilemu!  __ me dijo: Las ganas de ir de paseo superaron de inmediato la pena del asesinato de la hermosa gallina  castellana.

Todavía faltaba juntar los huevos, así que con mis hermanos recorrimos todos los nidales de las gallinas y  nos subimos arriba de   la  paja que papá tenía para las vacas que daban la  leche. Nos fue   bien: encontramos  más de una docena y media de huevos, que mama los  coció  para el viaje.

Ya teníamos todos los ingredientes para sazonar el gran acontecimiento que nos esperaba. Pero mi madre, entre tantos ajetreos y cosas por preparar,  no había hervido agua para desplumar la gallina.  Se sentó en un piso y  mojó la castellana con agua  caliente.  Entre todos  comenzamos a  sacarle  las plumas a la gallina. Enseguida, prendió un hoja de diario en las brasas de la cocina a leña, que siempre estaba encendida, y pasó la gallina por la llama para quemar las pelusitas que no habían querido soltarse. Posteriormente, con un cuchillo bien afilado, mi madre la abrió para sacarle todas las tripas. Yo estaba horrorizado, pensando que nunca  en toda mi vida comería carne de gallina. De repente mi madre dijo:

__Qué pena que la matara. Estaba poniendo huevos.

Superado mi asco y tristeza, miré y, efectivamente, tenía montones de huevitos chicos en su interior. Finalmente la puso a cocer entera en la olla para llevarla al paseo.

__Hoy comeremos pantrucas. Las prepararé con el caldo de la gallina __dijo mi madre.

Metimos la olla con la gallina cocida en un canasto de mimbre; en otro, los huevos duros, tomates, duraznos y el pan amasado, todo tapado con un paño blanco.

__ Y tu padre se va a encargar del vino  - dijo mi madre, mientras lavaba en la artesa dos  chuicos con canastillo de mimbre para llevar el vino tinto. Dejamos todo listo esa noche; también unas frazadas y algunos palos para  desvestirnos dentro de una carpa, cuando estuviéramos en la playa.

__Hoy, todos nos acostamos temprano. Mañana debemos levantarnos a las cinco para esperar el tractor con todo listo. Además tenemos que  ver las sillas y pisos que vamos a poner para sentarnos… ---dijo y de paso le dio el recado a mi padre ---Cuidadito, viejo, que con tus amigos se pongan a tomar en el viaje, quiero que llegues bien a Pichilemu. El año pasado te curaste y no podía  bajar sola los canastos, tuvieron que ayudarme… Acuérdate de que los chiquillos todavía  son chicos y tengo que llevar en brazos a  Pedrito  y de la mano a  Juan para que no se vayan a perder entre tanta gente.

Mientras ellos hablaban, a mí me entró un susto tremendo. Pensé que iban a pelear y… adiós paseo. Afortunadamente  mi padre siguió haciendo el desgranado de maíz a mano para dejar comidas a las gallinas, como si mi madre no existiera. Con ello, la discusión terminó.

Durante toda la noche, nerviosismo, me mantuvo despierto,  pues creí que si cerraba tan sólo un ojo, pasaría de largo… A las cuatro de la mañana ya estaba lavado y listo. Desperté a mi mamá y espere desesperadamente, que no se nos pasara el tractor que nos llevaría.

El viaje duraba muchas horas. Mi madre abrió uno de los canastos que traíamos y nos repartió a todos huevos duros y sal. Otra señora sacó de su bolsa un rosado pernil  y empezó a hacer sándwiches, para darles a sus chiquillos. Los hombres se convidaban vasos con vino y ya a la altura de Santa Cruz mi padre había  vaciado dos de sus garrafas. Los  niños  viajamos sentados en el piso, arriba de unos sacos y mantas que nos tapaban. Cantábamos felices mientras devorábamos trutros de pollo, galletas y golosinas.

 

De repente  sentí que algo sonaba. Al lograr mirar, me di cuenta que eran las olas del mar. Estábamos llegando  y nuestro destino era la playa de infiernillo, por su tranquilidad. Empezamos a descargar los canastos y las bolsas al fin. Ya se sentían los primeros vendedores ambulantes, “cuchuflis, cuchuflis”, decía uno.  “Malta, bilz  y pilsener”, decía otro.

Mi madre empezó a ordenar todos los  enseres, y a repartirnos a todos sombreros de paja; mi padre venía demasiado ebrio para ayudarnos. Lo tomé de la mano  y como pude lo ayude a bajar del carro. Lo dejé afirmado abajo y subí de nuevo para trasladar los canastos y bolsos que mi madre, con lágrimas en los ojos, trataba de sujetar. Todo el carro coloso era un desastre. Las mujeres llamaban a sus niños que se perdían. Otras colgaban  con las guaguas colgando que sus hijos habían dejado tiradas en los pisos.

Aprisioné muy fuerte la mano de mi papá,  diciéndole al mismo tiempo:

__Papito, trata de no caerte. Mira que falta poco pa’  llegar a la playa.

Mi madre, muy digna, iba delante de nosotros con mi hermana chica a su lado. Llevaba las frazadas en la espalda  y los palos distribuidos en los grandes canastos. Su rostro pálido y sus ojos brillantes habían enmudecido. Mi  papá, llego a puro dormir…

Después de ese año, mi madre jamás volvería a Pichilemu.